Cuando los norteamericanos bombardearon Vietnam en
los años 60, los búfalos de agua abandonaron sus zonas habituales y
fueron a comer a los campos de amapolas, a pesar de que detestan esas
flores. No lo hicieron por razones alimenticias, sino para
tranquilizarse después de las explosiones.
Los gatos también
tienen sus sustancias psicóticas: no se pueden resistir a comer las
hojas de la nébeda, también conocida como menta de gato, una planta que
les embriaga y excita sexualmente.
Los renos buscan desesperados la seta
Amanita muscaria: les vuelve locos el estado de ebriedad que sienten tras comerla. Darwin ya
observó ese comportamiento adictivo de los animales hace 200 años en
media docena de especies. En los años 70, se amplió a 40. Hoy, entre los
etólogos está totalmente aceptado que todos los animales se drogan.
El
gran misterio es saber por qué. «Meterse en la mente de todos los
animales es imposible, no todos tienen el mismo cerebro. No es lo mismo
un insecto que un mamífero», afirma Carlos Pedrós-Alió, investigador en el Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona, perteneciente al CSIC.
En el caso de los humanos,
según la investigación de Pedrós-Alió, el gusto por las drogas viene
por la atracción a lo desconocido. «Las drogas nos asoman a otra
realidad, como en la metáfora del espejo en Alicia en el país de las
maravillas. Los estudios que se han hecho sobre lo que ocurre cuando la
gente medita nos dicen que nuestro cerebro es capaz de hacer cosas
alucinantes que te llevan a un mundo misterioso», explica. Eso,
evidentemente, no nos aclara nuestros orígenes ni lo que hay detrás de
la muerte, «pero sí que ayuda a entender por qué tenemos religión y ese
afán de espiritualidad», añade.
¿Y en los animales?
Parece que se trata de algo más práctico, al menos en algunas especies.
Hay ciertas hormigas, las ganaderas, que capturan a coleópteros, los
meten en el hormiguero y los alimentan, limpian y cuidan. El vientre
exuda gotitas de una sustancia adictiva que las hormigas chupan por
turnos. Los chimpancés imitan más a los humanos, por ejemplo, en el
consumo de tabaco.
Lo que está claro, según el investigador del
CSIC, es que todo surgió como una guerra por la supervivencia, como una
defensa biológica de las plantas contra los animales, las cuales se
defienden de los depredadores generando sustancias químicas que resulten
desagradables para éstos. Pero dichos componentes no siempre provocan
repulsión. «El cerebro es pura química, y si encuentra una molécula de
una planta que se parece a un neurotransmisor, le resulta irresistible porque le altera», afirma Pedrós-Alió. Incluso hasta el punto de hacerle perder la conciencia o dejarlos al borde de la muerte.
Las
abejas, por ejemplo, están desapareciendo en algunas zonas porque se
sienten más atraídas por las plantas que tienen contaminantes. Las
moscas lamen un ácido que supura la roja caperuza de la seta, y quedan
embriagadas, catatónicas, aturdidas al extremo. El sapo aprovecha su
estado de sopor para engullirlas. O, quizá, para drogarse él también.
¿Por
qué los animales buscan esas sustancias si al ingerirlas pierden
capacidad de reacción, la base de la supervivencia? Si aparece un
depredador cuando estás medio colocado, está claro que tienes muchas más
posibilidades de que te cace...
Algunas teorías, como la que mantiene el etnobotánico italiano Giorgio Samorini, autor del libro Animales que se drogan,
sostienen que esa conducta cumpliría cierta función evolutiva en las
especies. «Salirse de comportamientos básicos ya conquistados
(alimentarse, reproducirse) tiene sus costes, pero a la vez, abre
posibilidades adaptativas nuevas», afirma Samorini.
Quizás los
animales no buscan en un principio el componente psicoactivo en las
plantas, sino otras propiedades, medicinales o alimenticias, pero se
topan con los efectos psicóticos... y les gusta.
FUENTE: El Mundo
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